En mi libro O Silencio, en medio de todos los poemas de guerra, hay uno dedicado a Alan Turing, “la persona que ganó la II Guerra Mundial”, como me he referido a él cuando tengo que recitarlo. La cara de incredulidad del público se va atenuando conforme pasan los años. Turing es uno de esos héroes recientes. Aunque la parte heroica de su trabajo se remonte a los años cuarenta, tardamos mucho en conocerlo, y tardó mucho más en llegar al gran público. Durante décadas, Turing era la persona que había dado nombre al test de Turing, un matemático que había estudiado las posibilidades de la inteligencia artificial y que había muerto en extrañas circunstancias en la década de los cincuenta. Poca gente sabía la dimensión bélica de su trabajo ni el hecho de que la misma sociedad a la que había salvado de la destrucción lo hubiese condenado a la castración química por el hecho de ser homosexual. Su historia, incluso después de ser desclasificada, permaneció en el limbo de los círculos de aficionados.
Lo sucedido con Turing es parte de lo sucedido con otras figuras y forma parte de la ideología social imperante. No sólo con las personas sospechosas de huir de la heterosexualidad normativa, también con las mujeres. Las personas de determinada edad abríamos los ojos ante la posibilidad de que la hija de Lord Byron, Ada Lovelace, fuese considerada la primera programadora de computadoras de la historia o que la actriz Hedy Lamarr fuese la inventora, también durante la guerra, de la tecnología WiFi. También asombraba saber que la radio no había sido inventada por Marconi, como nos habían enseñado en el colegio, sino por un tal Nikola Tesla, un personaje caracterizado también por su ambigüedad sexual.
Creo que es la sociedad de las comunicaciones de los últimos veinte años la que propició que muchas de esas personas puedan ser recuperadas. Recuperadas para el gran público, naturalmente. Figuras como Nikola Tesla formaban parte de la cultura popular, aparecieron en la literatura y en el cine de ficción científica y en géneros considerados subalternos como el cómic (entre otras cosas, como estrafalario héroe Marvel). Algo parecido pasó también con Turing, cuya presencia como personaje de ficción es cada vez más frecuente y juega un papel importante en obras como Cryptonomicon de Neal Stephenson, de nuevo en un género subalterno donde no se oculta la importancia de la opción sexual del personaje.
Las cosas cambian cuando es la gran industria la que “redescubre” y trata de sacar tajada de la popularidad creciente de estas figuras a las que ignoró durante años. El año pasado se estrenaba The Imitation Game, la primera película dedicada a la gesta que supuso el descifrado de las máquinas Enigma. La película resulta interesante y hace alguna justicia a figuras que de nuevo podrían ser condenadas al olvido, como el cuerpo de mujeres que participaron también en lo que fue una hazaña matemática de guerra. Lo más interesante sin embargo era ver como la industria cinematográfica digería una figura como la de Alan Turing y la cuestión de su sexualidad. Siempre hay una distorsión entre los biografiados y las biografías. Lawrence de Arabia nunca fue tan guapo y Mozart nunca fue el genio histriónico de Amadeus (tampoco Salieri trató nunca de asesinarlo). Aun aceptando esto, no deja de ser chocante que el Turing de la película se una especie de reencarnación de Sheldon Cooper, una figura rígida, insegura y atada a esa especie de superioridad intelectual despótica que sólo manifiestan los mediocres. Muchas personas preguntaban si Turing, al igual que el protagonista de The Big Bang Theory padecía síndrome de Asperger.
La distorsión en la película es inseparable, a mi forma de ver, de la falta de referentes para representar un personaje homosexual que no pasen por el histrionismo o la fragilidad. El Turing real era tímido y arrastraba, desde la infancia, problemas de socialización. Pero también era un excelente compañero, con sentido del humor y una actitud ante la vida que no representaba fisuras en el modelo de masculinidad imperante en aquella época. Seguramente tampoco las representaría en el modelo actual, por lo menos en el que maneja la industria cinematográfica. De alguna forma había que remarcar la homosexualidad de Turing en la obra, y presentar una escena de sexo (como pasa en la novela de Stephenson), no era una opción. De hecho, hay quien sostiene que fue una actitud desafiante hacia las fuerzas de orden la que provocó el proceso por indecencia contra él. Nada que ver con el histérico que interpreta Benedict Cumberbatch. Por otra parte, también habría mucho que decir al respecto de la figura de Keira Knightley, y su papel como mujer excepcional en medio de un grupo de hombres, un rol que invisibiliza a muchas otras mujeres que participaron al mismo nivel en el descifrado y que sufrieron un olvido similar al que sufrió Turing.
Creo seriamente que algún día se analizara The Imitation Game dentro de esta clave, y que no será la última dificultad de la industria a la hora de representar a los héroes y heroínas populares del siglo XXI, eses que estaban ocultos hasta que una comunidad interconectada los reveló. Por mi parte creo que seguiré prefiriendo al Turing abertamente gay de Stephenson, a la Ada Lovelace de Cris Pavón (seducida por una vampira lésbica), y hasta al Nikola Tesla ahistórico interpretado por David Bowie en The Prestige. Sus errores son otros, pero por lo menos no tienen nada que ver con los tópicos y limitaciones que hoy imperan.