Deseo
No sabría decir cuándo fue. Seguro que a finales de los noventa. Bob Dylan no significaba nada para mí. Un tipo con un par de canciones tan icónicas cómo vacías. La persona que habían versionado los Guns N’ Roses en mi primera adolescencia. Un viejo que había tocado hacía poco delante del Papa de los católicos, haciendo desaparecer la escasa aura rebelde que podía conservar. En los tiempos en los que el la blogosfera gallega hervía y abundaban los dylanianos llegué a crear una pequeña polémica diciendo que Zimmerman no había hecho gran cosa después de los setenta. Los fanáticos seguirán protestando, pero si los ochenta de Dylan son olvidables, los noventa no fueron mucho mejores. La prueba fue que en ese momento, entre conciertos apagados y discos mediocres, hubiera podido dejarlo pasar sin más. Algo de eso discutía con mi padre en aquellos días. El conflicto generacional, y yo sonriendo excépticamente cada vez que decía que era uno de los grandes, que había mucho más que la imagen distorsionada que ofrecían los medios de él. Según mi padre, había un disco que no había escuchado y que podría resumirlo todo. Un disco que no teníamos y que nunca habíamos tenido, pero que él recordaba de su juventud. No sé con quien habló. En aquella época de discos digitales y en la que comenzaba a aparecer un formato extraño llamado mp3, mi padre movió cielo con tierra, visitó antiguos camaradas y habló con viejos conocidos del trabajo. Un día de patrón en la vieja casa de mis abuelos me pidió que saliera con él. Había colocado el coche con las puertas abiertas al pie del viejo hórreo apuntalado. Alguien le había dejado un cassette y uno de los pocos sitios que teníamos para escucharlo era en la vieja radio de aquel viejo coche. Era una cinta original, más vieja que yo y rotulada (nunca lo olvidaré) en inglés y español. Desire – Deseo. Con canciones con títulos como Huracán, Una taza más de café, o Bahía del Diamante Negro. En la portada, un Dylan extrañamente joven sonreía disfrazado de vaquero.
He leído alguna vez crónicas de dylanismo apasionado que inciden en la misma idea. No vuelves a ser la misma persona después de escuchar por primera vez Hurricane, ocho minutos y medio en los que parece que una guerra se desata y te lleva por delante. Mi padre me contaba la historia que mi precario inglés no conseguía entender. Huracán Carter, el racismo en los Estados Unidos, un crimen que no había cometido, la épica de un boxeador tras los barrotes. La vergüenza de vivir en una tierra donde la justicia es un juego. Y Dylan iniciando un movimiento que conseguía reabrir el caso y ponerlo en libertad. En un momento en el que yo ya me formulaba abandonar derecho por la literatura y las tensiones en mi casa comenzaban, mi padre se disparaba en un pie con un consejo que nunca se atrevería a darme explícitamente. A veces no bastan los abogados para reparar una injusticia. A veces hace falta una canción.
En aquella tarde en la que el sol iba cayendo poco a poco sobre el horizonte de Valdoviño, escuchamos el disco entero. Reímos con el español macarrónico de Romance in Durango, abrimos los ojos como platos ante una canción que se titulaba Mozambique, y nos estremecimos con Oh, Sister o One More Cup of Coffee. Una taza más de café antes de seguir el camino valle abajo. El corte final, Sara, volvía a sonar como un fenómeno natural, algo más calmo que el huracán del inicio. Más allá de lo icónica y política que resultaba Hurricane, el tono general del disco hablaba sobre todo de la pasión. Como dicen las viejas crónicas dylanianas, cuando la cinta acabó, yo era otra persona. Y sin embargo, todo aquello era sólo una parte de un puzzle que completaría en los años siguientes.
Mucha gente sostiene que Desire no es más que una segunda parte de Blood on the Tracks, un disco anterior que yo aún tardaría un tiempo en descubrir. Podría declarar que ambos suponen la cúspide del talento de Dylan, en una época especialmente productiva que nunca jamás se repitió. Ambos cuentan la historia de una ruptura y de un regreso, mensajes muchas veces contagiados de declaraciones políticas. Viví con ellas en una calle de la zona vieja. Por la noche había música en los cafés y la revolución estaba en el aire. Nunca tuve ninguno de esos discos en formatos que quisiera conservar. Años después, mi padre me regalaba una grabación en directo de la misma época gloriosa, con las mismas canciones. Nadie lo sabía, ni yo al principio, pero me acercaba a un momento vital de ruptura y reencuentro, y durante meses las canciones de Dylan encajaron cómo hechas a propósito para mi propia vida y pude aprenderlas de golpe entre despedidas y regresos, traduciéndolas con pronombres imposibles. Morimos y renacemos, misteriosamente a salvo, y tras volver a la vida encontramos a las mismas personas en el quinto día de mayo. Aunque nosotros seamos otros.
No sabría decir cuanto de mí continúa a cantar esas letras ni cuanto de ellas quedaron para siempre jamás entre las mías. (Si lo ves, dile hola, ahora debe estar en Tánger. Estará pensando que lo olvidé. No le digas que no es cierto). Huracán Carter murió el año pasado, Dylan nunca volvió a brillar con ese destello cegador, mucho menos después de tocar para el papa de los católicos o hacer que retiraran todas sus canciones de youtube, el coche de puertas abiertas contemporáneo. Y nunca volvió a hablar de revolución. No puedes hablar de esas cosas después de empeñar tu alma. Y sin embargo, a pesar de eso, como la llama del amor que palpita y se desvanece antes de regresar, levantamos nuestras copas cuarenta años después de la cumbre dylaniana y repasamos todas y cada una de las marcas que el deseo dejó nos nuestros cuerpos. De todas las cosas que hicimos siempre habrá una de la que no nos arrepentiremos. Y las que no hicimos fue sólo por un simple giro del destino.