El nombre de los esclavos
«Como me llamo?» «Como me llamo, Tío Tom?». La pregunta, dirigida entre golpes a Terrell marcó un antes y un después. Cassius Clay había renunciado a su nombre de esclavo para ser conocido como Muhammad Ali y demostraba de que manera rompen los esclavos sus últimas cadenas. Las minorías y las clases bajas no tardaron en identificarse con su arrogancia. En la periferia de São Paulo, donde mi familia siguió ése y otros combates, tener un nombre de esclavo aún significaba algo y Ali no tardó en ser reconocido como un digno héroe de las clases bajas. Alguien que venía de la nada, pero que había sacado de algún lado una arrogancia que no invitaba a la antipatía, sino que más bien representaba todas las victorias negadas de una clase social. Ali era más que un boxeador, era un símbolo, una identidad, una especie de superhéroe que no tardaría en vencer incluso a Superman.
En una época en la que los combates estaban mucho más lejos que un par de clicks, la memoria de Ali se transmitía en una especie de representación teatral improvisada acompañada de relatos orales. Sabía de él cómo de otras mitologías familiares. La afición al boxeo en mi familia siempre fue relativa y profundamente vinculada a elementos sociales. En la madrugada se veían, a veces clandestinamente, los pocos combates de los púgiles gallegos. Por el día se recordaba al más grande de todos los tiempos. De no cambiar el nombre, de no ser arrogante y de no enfrentarse a la maquinaria de guerra estadounidense, yo no sabría nunca que era Muhammad Ali, como nunca me hablaron de Frazier o de Foreman. Pero nadie olvida a quien dijo en voz alta que Vietnam era una guerra en la que los blancos mandaban negros a luchar contra los comunistas. «Nadie del Vietcong me ha llamado nunca negro. Ninguno de ellos me ha linchado, ni me ha echado los perros, ni me ha robado mi identidad, ni ha violado a mi madre y asesinado a mi padre. No voy a disparar contra esa gente porque sean pobres. Prefiero ir a prisión».
Hace tiempo que no sigo la prensa convencional, pero puedo imaginar la caricatura de Ali que están dejando. El campeón, el portento físico, el deportista. Lo hicieron con Mandela y era más difícil. Podemos jugar a olvidar el papel de Ali en los movimientos sociales. Pero seguirá habiendo mucha gente que, más que al boxeador, admiradmos al hombre que dejó de boxear. Que sabiendo que el deporte era su vida decidió sacrificar su carrera y enfrentar la prisión y el descrédito por hacer simplemente el correcto. De que vale ser campeón si no tienes dignidad?
Más allá de las apariciones puntuales en televisión, tardé años en reconstruir toda esa memoria inmaterial. Reconocía su sonrisa, su volar cómo mariposa y picar como abeja, las bravuconadas que vengaban las humillaciones de las multitudes. Escuchaba al pueblo del Zaire gritando «Ali bumaie» mientras las piezas simbólicas completaban los paisajes intuidos. No era casualidad que fuera Foreman, el buen esclavo convertido al cristianismo, el derrotado por un Ali imparable, acogido polos africanos como un niño perdido y reencontrado. Dicen que los niños de Kinshasa aun sueñan ser como él, y que su fantasma sigue recorriendo los barrios pobres de las ciudades. Si no tienes miedo de tus sueños es porque no son suficientemente grandes.
Mi móvil sonó a primera hora de la mañana de un sábado. Le eché mano entre sueños y leí incrédulo la noticia. En sus últimas apariciones, Ali estaba envejecido y afectado por la enfermedad. Eso lo pensamos ahora, porque su carisma siempre estuvo intacto, y sus puños seguían golpeando en nuestra memoria. No dudé de que tenía que ser un error y seguí durmiendo. Soñé con rings enormes, con gente de mi familia recreando aquel k.o., con Laila Ali, con un combate en una África sofocante, con tíos tom aprendiendo nuestro nombre a golpes y con canallas mordiendo la lona para siempre jamás.